Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
Atracados en los muelles de Río de Janeiro. Año 1959 a bordo del "Monte Urbasa".
Las salidas nocturnas de Buenos Aires nos traían de cabeza a
la hora de iniciar nuestro trabajo a las ocho de la mañana. El Primer Oficial
entraba en nuestro camarote pegando tres fuertes golpes en la puerta,
soltándonos siempre la misma cantinela:
“¡Noches alegres, mañanas tristes¡”
Pero nuestro trabajo, no estaba reñido con el negocio, si
bien era cierto que había que ingeniárselas para atender la “tienda” mientras
hacías frente a tus responsabilidades durante la descarga. En ocasiones, la
“tienda” la llevabas encima, como sucedía con las radios japonesas. Me solía
pasear por cubierta oyéndola “visiblemente”, hasta que algún estibador me pedía
que se la vendiera, cosa a la que siempre respondía que era de mi uso personal
y no tenía otra. Esto hacía elevar el precio y una vez cerrada la operación,
volvía al camarote a por la siguiente, procurando esquivar al cliente anterior.
Entre la gente asidua
que nos visitaba cada vez que se escalaba Buenos Aires, figuraba como invitada
de excepción, una ex-pasajera del “Monte Urbasa” azafata de Aerolíneas
Argentinas. Solía comer a bordo invitada por el Capitán y después compartía con
nosotros sus vivencias tomando café en nuestro saloncito de estar. Venía
siempre “cabalgando” sobre una Vespa con sidecar y nunca tenía inconveniente,
en que cualquier oficial la utilizara para darse un paseo por los muelles. Mi
experiencia con las motos, era en aquél año más bien escasa, pero al llevar sidecar
me indujo a pensar que sería mucho más fácil. El caso es que, con el barco de
salida y de uniforme blanco impecable, se me ocurrió darme un paseo corto. Todo
fue bien hasta mi regreso triunfal. Entré muy confiado a cierta velocidad en la
zona de vías que a lo largo del muelle, sirven de camino de hierro a las grúas.
La Vespa dio varios saltos, sin que pudiera frenarla antes de chocar contra el
casco del barco que estaba separado del muelle unos dos metros. Por ese hueco,
precisamente por ese hueco, nos fuimos para abajo, la vespa, el sidecar y yo.
Bajé, bajé y bajé con
mi pierna trabada entre el casco y la moto. Fueron los segundos más largos de
mi vida, pues por más que hacía no conseguía liberarme; hasta que llegué a la
curva del pantoque –a unos ocho metros de profundidad-en que pude soltarme de
ella. Cuando salí a la superficie flotaba en un charco de residuos y de gasoil
y me encontré en un callejón en el que las defensas del barco me salvaron de
morir aplastado. Me lanzaron un cabo y subí como un gato los cuatro metros de
muelle.
La moto permanecería varios días bajo el agua y en el
transcurso de los meses posteriores al accidente, la fui pagando en “cómodos”
plazos, hasta que fue recuperada gracias a la intervención de la hija de un
alto funcionario de Aduanas. La conocí en mi segundo viaje a Buenos Aires en la
Casa de Galicia y creo que merece un inciso, ya que por ella estuve a punto de
tener doble nacionalidad.
Fue en Julio de 1959
y en pleno invierno austral. La Casa de Galicia es por así decirlo, el lugar
más “chic” de Buenos Aires. Es un gran club social sumamente restringido, al
que acuden todos los españoles adinerados que han triunfado en Argentina. El
acceso a sus fiestas y bailes está sometido al filtro de la rigurosa
invitación. El Capitán de nuestro barco recibía de manera casi
institucionalizada, tres invitaciones cada vez que el “Monte Urbasa” atracaba
en el puerto de Buenos Aires. Generalmente, los oficiales, vascos en su
mayoría, preferían otro tipo de diversiones, por lo que no se hacía necesario
mucho esfuerzo para que los Alumnos de Náutica pudiéramos hacernos con ellas.
En Argentina, el ser español es un salvoconducto, si además
eres marino, las puertas se te abren de par en par y si por añadidura vistes de
uniforme, entonces el éxito en la toma de la “plaza” está garantizado. Mi
compañero gallego y yo, no olvidaremos jamás nuestra primera entrada en el
salón de baile de la Casa de Galicia. Al poco de tomar asiento en nuestra mesa,
quedamos sorprendidos cuando una señora acompañada de su hija se nos acercó y
nos dijo:
“Desearía poder presentar a mi hija a dos marinos
españoles.”
Ya han pasado unos años de este momento vivido tan lejos y
tan cerca de España y aun siento gran emoción al recordarlo.
La Argentina siempre
nos trató bien y creo que nunca podremos pagarle la deuda que contrajimos con
ella en nuestra posguerra. En aquellos tiempos tristes y a la edad de seis o
siete años uno no sabía ni le importaba, la procedencia del trigo con el que convertido
en blanca harina, se elaboraba el pan que nos quitaba el hambre a diario.
Ahora, además, nos reciben con los brazos abiertos ofreciéndonos trabajo y
futuro... ¿se puede pedir más para nuestro reconocimiento sincero?
Aquella chica que su
madre nos presentó, nunca llegó a ser en mi vida más que la amiga de la que sí
lo sería y por varios años. La conocí gracias a ella y en un principio, su
fuerte acento argentino hacía que mi atención por sus maneras educadas, su
belleza y cultura, se desviara involuntariamente. Me era difícil concentrarme
en las cosas que me decía, pero era tan atractiva y dulce que poco a poco su
acento me fue pareciendo un toque musical a su personalidad. Fue mi guía
turística por el Gran Buenos Aires, mostrándome todo lo típico y tópico, lo
grandioso y lo criollo de su ciudad y alrededores, Olivos, El Tigre,
Palermo...Conciertos en el Teatro Colón, tango, milonga y cueca hasta la
extenuación. Sabedora de mi afición por el tenis, me llevó a su club donde la
tierra batida trajo a mi memoria tantos recuerdos de Cáceres, Cádiz, La
Coruña...Con ella se me ofrecieron de golpe un sin fin de posibilidades, entre
ellas la de navegar a vela por el Plata en un barco clásico que su padre tenía
amarrado en el Náutico de Buenos Aires y al que también alguna vez le pedía su
coche para hacer excursiones inolvidables al Tigre o a Mar del Plata.
Fue una relación
seria, pero que estaba condenada a no durar más que el tiempo que me quedaba
para tener que retomar mis estudios de Piloto. En Septiembre de 1960, un año
después de haberla conocido, nos prometimos amor eterno en los muelles de
Buenos Aires, mientras nos despedíamos en mi último viaje. Nunca perdió la
esperanza de que aceptara la oferta de su padre, para que navegara-una vez
obtenido mi título de Piloto- en modernos barcos argentinos y en condiciones
económicas que no podíamos ni soñar en España. Hecha un mar de lágrimas y
pensando como yo, que quizás era la última vez que nos veíamos, se quedó sola
en el muelle del puerto de mi querido Buenos Aires, cuando nuestro barco
lentamente ponía proa a Europa.
Pero el hombre
propone y el amor dispone. Pasado un tiempo, pensó equivocadamente, que si
cruzaba el Atlántico me llevaría consigo a la Argentina... y lo cruzó. Pero
siendo esa una historia ajena a mi vida en la mar, no va a tener cabida en
estos relatos.Pablo
(continuará)
Foto:
Atracados en los muelles de Río de Janeiro. Año 1959 a bordo
del "Monte Urbasa".