Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
Con el capellán del “Monte Urbasa” en 1960
Se me asignó un “Remington” del 22- la primera vez en mi
vida que tenía entre mis manos un rifle- y partimos con las armas asomando por
las ventanillas del “Chevrolet” que parecía un erizo con ruedas. Luego de una
hora de “navegación” por aquél mar de pasto, llegamos a un río y lo vadeamos en
calzoncillos, pues del otro lado había unos claros en dónde nos sería más fácil
disparar contra lo que se moviera. Nada más cruzarlo y aún en paños menores
hicimos fuego contra una piara de unos siete cochinos que pasó por delante de
nuestras narices tan rápido que no nos dio tiempo a hacer puntería siquiera.
Fueron los únicos jabalíes que vimos en todo el día.
Animados y con la emoción
propia de la caza, nos abrimos en arco y al cabo de una hora de andar, pude ver
sobresaliendo del herbazal y a unos dos kilómetros de distancia un grupo de
“ñandus”. Se me aceleró el corazón de tal forma que creí fuera a salírseme del
pecho. Como un gusano me arrastré camuflándome entre los pajonales hasta
situarme a unos cuatrocientos metros de ellas. Un disparo de mi amigo que se
encontraba a unos quinientos metros de mí, las asustó alejándose tanto que las
perdí de vista. Todos se dieron la vuelta para volver al río y al coche pero yo
continué caminando hasta que de nuevo las tuve delante de mí. Arrastrándome
como un lince, me acerqué hasta unos cien metros, me encaré el rifle y disparé
a la más cercana. La vi caer y levantarse coja y arrastrando las alas por el
suelo entre los pajonales. Disparé de nuevo hasta la última bala y sin pensármelo
dos veces corrí tras ella abandonando el arma para correr mejor. Corrí y corrí
hasta la extenuación, mientras el turco me gritaba algo que no entendía. Al
cabo de unos minutos de mi enloquecida carrera, el avestruz dejó de cojear y se
alejó a gran velocidad. Más tarde supe que era una hembra con pollos a los que
fue colocando mientras a mi me hacia alejarme de ellos fingiéndose herida.
¡Tardé cerca de una hora en encontrar el rifle¡
Vadeamos de nuevo el
río y nada más poner el coche en marcha caímos en un barrizal oculto por el
pasto. Nos quedamos clavados, con el barro hasta los ejes y por más que lo
intentamos nos fue imposible salir de aquella trampa. Llegamos incluso a calzar
las ruedas con todo el esqueleto de una vaca, sin que el invento funcionara.
En aquél océano de hierba seca, la casa aparecía en el
horizonte a unos 12 kms. de distancia y era nuestra única esperanza si
queríamos llegar al barco al día siguiente, antes de las ocho de la mañana.
Sorteamos, y el turco y yo fuimos los “afortunados”a los que nos tocó ir a
pedir auxilio.
Caminamos y caminamos
durante cerca de tres horas, siempre en línea recta y nadando a veces por entre
el pasto. La estancia parecía un espejismo al que nunca llegaríamos,
apareciendo y desapareciendo con las ligeras ondulaciones del horizonte.
Llegamos con los pies destrozados y agotados pero animosos de ver la que se
estaba montando mientras contábamos nuestra aventura. No sentía el menor deseo
de volver al coche hasta que vi los caballos que cuatro de los hijos del
guarda-dos chicos y dos chicas- nos prepararon para acompañarles en el rescate.
Mi amigo el turco, al
ver la alzada del suyo, me dijo si no me importaba que fuese a la grupa
conmigo, ya que no tenía experiencia hípica alguna.
Salimos en fila
india, hasta que el ritmo y el tranco largo de los gauchos nos fue alejando de
ellos. Yo intentaba acercarme galopando el nuestro, pero cada vez que lo
intentaba, mi compañero de viaje me gritaba:
“¡Viejito, viejito, no lo galopés que nos vamos a caer y
quedaremos mal¡”
Las chicas viendo el apuro que estábamos pasando-casi me
tira por la forma en que se agarraba a mi cintura-galopaban sus monturas, con
lo cual la nuestra daba arreones haciendo resbalar de la grupa a Gregory. Tanta
era mi risa que me dolía el estómago y montaba apoyando mi frente sobre la crin
del caballo para mitigar las molestias. En cuanto me veía en esa posición
volvía a decirme:
“¡Viejito, viejito, mirá pá lante que vamos a quedar muy
bien si no nos caemos¡”
Mientras nosotros luchábamos por mantenernos erguidos, las
dos chicas puestas en pie sobre sus monturas oteaban el horizonte y cabalgaban
en esa posición para nuestro escarnio y vergüenza. Supongo que pensarían que
los conquistadores extremeños debieron ser mejores jinetes que yo...
Más tarde, los del coche nos confesarían que pensaron que
nuestro caballo estaba loco por las cosas raras que hacía.
En un abrir y cerrar
de ojos engancharon los animales al “Chevi” con largas correas de cuero y
tiraron de él sacándolo de un tirón, ayudados por el motor.
Regresamos a la casa
escoltados por los cuatro hijos del guarda. La menor delante de nosotros y
puesta en pie sobre la montura, buscando el mejor camino entre los pastizales y
pajonales.
Cuando llegamos a la
estancia muy atardecido, comenzaba a llover. Nos metimos todos en la gran
chimenea de la cocina y sentimos un gran alivio al ver terminada felizmente
nuestra aventura. Sacamos anchoas, coñac español, sardinas y bonito, -manjares
todos ellos muy apreciados en Argentina- mientras nos contaban historias y
experiencias sobre la caza del puma en la sierra, las nutrias y los “ñandus” de
la pampa o nos explicaban el uso de las boleadoras y el “facón”. La hija mayor
en su afán por demostrarnos sus habilidades cinegéticas, salió en solitario a
todo galope con intención de matar un “chancho salvaje” al estilo gaucho, con
los cascos del caballo. Para nuestro asombro, regresó en noche cerrada con un
pequeño jabalí amarrado por las patas a la montura.
No faltó la ceremonia del “mate” y por vez primera chupé por
la “bombilla” aspirando aquél líquido amargo un tanto repugnante, pues todos
chupábamos por la misma. Sentados alrededor del fuego, nos fuimos pasando la
“matera” al tiempo que dos de los hijos se arrancaron con una “cueca” como
despedida.
El regreso a Mar del
Plata fue otra odisea debido a la persistente lluvia. Los caminos estaban
intransitables y caminábamos patinando como si de nieve se tratara. Llegamos al
barco al amanecer, rendidos de la durísima jornada cinegética y de empujar el
coche en la oscuridad inquietante de aquellas soledades.
Más adelante y en otros viajes a la Argentina, pude saborear
el éxito de días de caza fructífera sentado sobre el capó del mismo coche y
recorriendo las interminables siembras cerealistas o cazando al salto, si cazar
se puede llamar el ir disparando a derecha e izquierda a cada paso que dabas.
La liebre – que por cierto es como un perro de grande-está considerada plaga en
ese país por lo que liebre muerta, es liebre abandonada en el campo.
Las perdices, un poco más grandes que nuestra codorniz, pero
de parecido plumaje, iban a peón por las calles de los pueblos. En cierta
ocasión y para no ser el hazmerreír de la tripulación al llegar con las manos,
vacías, llenamos el maletero del “Chevi” de liebres, que depositamos
provisionalmente en la bañera de nuestro cuarto de baño y que desgraciadamente
terminaron en el agua a causa de su rápida descomposición.
La Pampa me cautivó
hasta tal punto, que me prometí a mí mismo volver para recorrer de norte a sur
todo el territorio argentino. Un sueño... tal vez, pero de momento todo juega a
mi favor para poder realizarlo algún día.
Pablo(continuará)
Foto:
Con el capellán del “Monte Urbasa” en 1960