Pablo Romero Montesino-Espartero

Pablo Romero Montesino-Espartero
------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Camarote desde donde fueron escritas algunas de estas cartas-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------Con este blog pretendo ir recopilando las cartas escritas por mi hermano Pablo Romero M-E, dirigidas a la familia, durante sus primeros años de navegación tras terminar su carrera de Marino Mercante allá por el final de la década de los años cincuenta, principio de los sesenta-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------.

lunes, 28 de octubre de 2013

NUESTRA ESTANCIA EN AMBERES

Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero

Navegando por el Canal de la Mancha. “Monte Urbasa” 1960
 

Carta nº 28

El segundo día de nuestra estancia en Amberes nos ofrecimos a servirlas de guías turísticos y como nuestro trabajo terminaba tarde, sin perder más tiempo las llevamos a una cueva que se llama “Cosmos” y que resultó ser un club para homosexuales. El impacto fue enorme y el tiempo que permanecimos en el local nos sentimos muy incómodos. Nunca habíamos visto algo parecido. Hombres con senos exultantes besándose con otros en la barra o bailando entre sí. Alguno se nos acercó para pedirnos alguna moneda para la máquina de discos e incluso con insinuaciones. Las pasajeras aguantaron bien el “chaparrón”, pues a decir verdad aquello era un espectáculo único que ni tan siquiera podíamos imaginar pudiera existir. Fue una experiencia cruda para unos españolitos “virtuosos” a los que Europa les sorprendía con sus libertades.

     Abandonamos el “Cosmos” con la sensación de haber pecado gravemente y nos “sumergimos” en otro antro del que salía la música suave de un piano. Bajamos a una especie de semisótano por unas escaleras en penumbra, que terminaban en una cortina negra de piel ajada. Después de la experiencia anterior descorrimos la cortina temerosos de encontrarnos con otro espectáculo y en cambio nos sorprendió un ambiente acogedor y romántico en una salita muy íntima que tenía una pista de baile para no más de cinco parejas. Cuando las notas del piano comenzaban a sonar, la luz disminuía de intensidad hasta el punto de casi no distinguir las facciones de tu pareja. Una vela sobre la tapa del piano iluminaba la cara del solista mientras con su voz cavernosa cantaba canciones en un francés ininteligible, que hacía que la sangre afluyera con fuerza a tus sienes. En aquél ambiente-como más tarde nos confesaría la “carabina”- no hay mujer que pueda resistirse. Fueron de esos momentos apasionados en que pierdes la noción de donde estás y te olvidas de cuanto te rodea. Regresamos a bordo a las tantas de la madrugada embriagados de una parte por la serie de cuba-libres que nos metimos para el cuerpo y de otra, por la fuerte atracción que había nacido al abrigo de aquel ambiente tan propicio.


     No puedo reprimir la tentación de contaros una anécdota simpática en ese local:
Las copiosas bebidas acabaron produciendo su efecto fisiológico y subí por unas escaleras de caracol, que de pasamanos tenía una maroma con nudos marineros. Al tener frente a mí la entrada a los servicios, me sorprendió el hecho de que no tuviera puerta y de que fuera para ambos sexos. Pegados a la pared, e inmediatos a la entrada, estaban los urinarios para caballeros, que terminaban en un espejo que ocupaba toda la pared y parte del techo. Tras los caballeros en “funciones”, había un pasillo de no más de un metro de anchura, por el cual pasaban las mujeres hasta el fondo, rozando los traseros de los señores que en su quehacer obviamente quedaban reflejados en el gran espejo. Cuando nuestras amigas se vieron en la necesidad de subir, como españoles de bien, las informamos de la cuestión, pero no se creyeron ni media palabra de cuanto les explicamos, así es que subieron decididas. Al poco rato bajaron despavoridas como si las persiguiera el diablo...otra vez nos había sorprendió Amberes.

     Los días sucesivos de nuestra escala en este puerto, transcurrieron con salidas esporádicas que afianzaron más nuestra relación. Nos movíamos de manera independiente y fuimos descubriendo paso a paso una atracción mutua, que desencadenaría la “tormenta” que se produjo en nuestro viaje de regreso a Bilbao.
El buen tiempo en la navegación desde Amberes hasta Santurce nos permitió disfrutar de unas noches estrelladas llenas de encanto y de apasionamiento. El juego amoroso estaba apunto de terminar cuando apenas acababa de comenzar. A un tripulante, le está terminantemente prohibido visitar el camarote de una pasajera si no es por alguna cuestión puramente profesional. Cuando el barco acabó el atraque y quedé libre de maniobra, fui al camarote de lujo que ocupaban las dos pasajeras para encontrarme con ella a solas. Estaba llorando y entre sollozos me dijo:

“Pablo, está abajo junto con mis padres esperando que desembarque.”
Fue una despedida intensa y muy triste. Sabía que en cuanto pusiera los pies en tierra, nuestro frágil lazo amoroso habría terminado.

     Unos días después, la vi por el centro de Bilbao, iba cogida del brazo de su novio. Pasó junto a mi sin tan siquiera dirigirme una mirada furtiva.

     Pero si bien es cierto que aquello me dejó un sabor agridulce, supuso para mi una lección que me permitió aprovechar cada oportunidad que se me presentó a lo largo de mis restantes seis viajes a América, antes de que terminara mis prácticas a bordo del “Monte Urbasa”. Fueron meses en los que mi vida estuvo siempre rodeada de emociones, peligros, sobresaltos, nostalgias, sinsabores, diversiones sin límite y trabajo duro. Allí aprendí no solo a ser un oficial responsable y preparado para el mando, también me licencié en amor en la escuela práctica de Brasil, Argentina, Inglaterra, Holanda, Bélgica... Con veintitrés años había aprendido a enunciar el verbo amar teniendo sobre mi cabeza la Osa Mayor o la Cruz del Sur.

     El día que de nuevo bajé del autobús en el Parador del Carmen- esta vez con el uniforme un tanto maltrecho y el galón teñido de ese color bronce oscuro que la salitre lo convierte en veterano- y pude de nuevo abrazar a mis padres después de dos años y medio lejos del hogar, me sentí como el hijo pródigo y me embargó la emoción. Los viajes habían cambiado en cierta medida mi personalidad-según dijeron algunos-pero el verdadero cambio fue el pasar del desinterés por lo extremeño a la admiración ferviente por Extremadura, nacida precisamente como consecuencia de mis viajes a América.


Pablo



                                     FIN DE PRACTICAS DE MAR

Las cartas que seguirán a las ya publicadas, corresponden a mis años de navegación como Piloto de la Marina Mercante Española, en barcos nacionales y extranjeros, luego de año y medio de estudios para obtener el título en 1962.
Algunas de ellas fueron publicadas en el periódico “Cáceres” y en la revista UOMM de Oficiales de la Marina Mercante. Otras que se perderían en el correo internacional, junto con las que dirigí a mi casa y que por fortuna conservó mi madre, han sido transcritas aquí sin más. Espero que os sirvan para navegar conmigo, en una época en que los españoles teníamos problemas para obtener un pasaporte y viajábamos muy poco.

miércoles, 2 de octubre de 2013

EL CANAL DE LA MANCHA

 
Autor:
Pablo Romero Montesino-Espartero
 
 
Con 22 años, “el mundo en mis manos”. Monte Urbasa . Atlántico Sur 1959

Carta nº 27


Las rocas blancas de Dover...yo las he visto, y no son blancas más bien son grisáceas, y si para los pilotos ingleses y americanos suponían la bienvenida a casa después de alcanzar sus objetivos en Alemania, para nosotros no son más que unos acantilados de los que mejor es mantenerse alejados. ...

     Un cambio de la dirección del viento hace que en pocos minutos desaparezca la costa de igual manera que apareció, sumergiéndonos en una espesa niebla.

     Se me pone la carne de gallina al ver en la carta náutica nombres como: Normandie, Cherburg, Dunkerque... pensar que hace tan solo catorce años en estas aguas se moría en una lucha sin cuartel, y que la quilla de mi barco está pasando por encima de cientos de barcos hundidos en los que gente de mi edad dejaron sus vidas en el periodo comprendido entre los años 40 y 45. Muchos de estos buques que se encuentran en aguas poco profundas están señalados en las cartas, y en las mareas vivas afloran como fantasmas sus esqueletos herrumbrosos, queriéndonos recordar el lugar exacto de una tumba. Pero hay algo más inquietante para nosotros en estos mares y es la existencia permanente del peligro de minas flotando, que aún hoy siguen ascendiendo a la superficie del agua cuando por efecto de las corrientes, de los temporales o de la descomposición de su cadenas, se rompen éstas y navegan a la deriva movidas por efecto de las mareas y los vientos.

     El Canal vuelve a ser lo que siempre ha sido y el tráfico endemoniado de barcos que de norte a sur y de este a oeste cruzan del continente a las islas y de las islas al continente, nos aleja de cualquier romanticismo. Moderamos nuestra velocidad y alertamos a la máquina de que navegamos en niebla cerrada. La navegación se hace inquietante y el atronador sonido de la bocina hace que tu estómago lo perciba como si de un terremoto se tratara, incrementando aún más las preocupaciones de cuantos estamos en el puente. El Capitán va recibiendo información de continuo, facilitada por los serviolas y por el oficial de guardia que no aparta su vista de la pantalla del radar. Entre Dover y Calais, casi es mejor no mirarla. El corazón se acelera al ver en ella los “ecos” de decenas de barcos que haciendo caso omiso del Código de Navegación, navegan sin moderar máquina y a veces sin tan siquiera emitir las señales reglamentarias. ¡Tanta es la confianza que depositan sus capitanes en la electrónica y en su experiencia¡ Otros, como el nuestro, tienen bien presente aún el desastre del “Andrea Doria” que supuso el que uno de los más bellos trasatlánticos de Italia, se fuera al fondo del mar llevándose con él a varias decenas de pasajeros.

     Navegamos por el Eskalda discurriendo entre grandes centros industriales de todo género. Son kilómetros y kilómetros de fábricas, algunas de ellas rodeadas de explanadas con miles de coches nuevos listos para su traslado. ¡Qué sensación de bienestar y riqueza muestra todo esto¡

 A diferencia de otros países, Bélgica quedó casi intacta tras la ocupación alemana y eso se nota en su rápida recuperación. Tras el paso por una esclusa, nos hemos quedado atracados en un muelle desde el cual podemos ver en la lejanía la catedral de Amberes. Mi buen amigo, el radiotelegrafista gallego, me ha hablado tanto de esta ciudad y de su ambientillo mundano, que estoy deseando poner los pies en tierra. Las pasajeras están invitadas por el Capitán a recorrer la ciudad en el coche del consignatario, por tanto un día perdido.

     Hemos hecho un recorrido interesantísimo por la ciudad vieja y me ha cautivado la catedral. El púlpito es algo que te deja sin palabras. Uno piensa, ¿de dónde sacarían tanto tiempo para hacer semejante obra de arte? Debió de ocuparle la vida entera al artista que lo labró.

     Bajo sus bóvedas te sientes sobrecogido por tanta grandiosidad y al estar completamente vacía, el sonido de nuestros pasos nos son devueltos desde allá arriba con un lapso de tiempo que nos permite apreciar la altura de sus bóvedas. Pero todo su misticismo termina en cuanto sales por su puerta monumental. La zona de la catedral está llena de locales nocturnos, en su mayoría refugios de la guerra, que ahora son auténticos antros, en los que no hay más luz que la que emiten unas extrañas lámparas que dan una luminosidad azulada a todo lo blanco. Aquí y allá en especie de hornacinas, parejas de enamorados se arrullan mecidos por la voz del solista que interpreta al piano canciones francesas.

Pablo

(continuará)